La minería y las actividades extractivas son la principal fuente de conflictos sociales y ambientales en el Perú. Actualmente, la Defensoría del Pueblo identifica alrededor de 170 conflictos sociales cada mes, situación que -con variaciones- se ha mantenido constante a lo largo de los últimos 20 años, en términos generales. De ellos, en torno a un 70% son conflictos socioambientales, de los cuales en torno a un 65% están vinculados directamente a la actividad minera.
El sector minero tiene importancia económica para el país, y representa alrededor del 65% de las exportaciones totales del Perú y actualmente cerca de un 10% de los ingresos tributarios del Estado, aunque con una gran volatilidad relacionada con los cambiantes precios internacionales de las materias primas. La importancia económica del sector ha llevado a los sucesivos gobiernos a darle diversas facilidades tributarias, normativas y ambientales, que buscan propiciar un crecimiento de la inversión minera. La expansión de esta actividad en los más diversos territorios del país viene asociada a la constante conflictividad social.
Estos conflictos no los causan “azuzadores” ni “radicales” ni son parte de una “conspiración contra la minería”, como muchas veces argumentan autoridades y medios de comunicación para descalificarlos. En la mayoría de casos, los conflictos se originan en una agenda legítima y en desencuentros reales entre las empresas que operan en los territorios y las comunidades que allí viven.
No todos los conflictos son iguales, no todos tienen las mismas causas ni las mismas soluciones.
Hay conflictos de convivencia, que tienen que ver con la búsqueda de una relación más armónica entre las actividades mineras y las comunidades, con una relación de mayor respeto mutuo, en la que se respeten los derechos de la población local, donde las empresas aporten más y mejor para impactar positivamente en la economía regional, para que se solucionen los impactos ambientales y se garatice el derecho de las personas a un ambiente sano.
Están también los conflictos de resistencia, donde las comunidades se oponen a la implementación de megaproyectos por los impactos que estos pueden tener en la dinámica local, por las externalidades que pueden generarse para actividades como la agricultura, ganadería o turismo, por el riesgo de que de afecte negativamente el acceso al agua en cantidad y calidad adecuadas, entre otras razones. En estos casos, las comunidades tienen pleno derecho a ser consultadas y que se respete su propia visión de futuro.
Estos conflictos -en su diversidad- deben ser reconocidos como oportunidades para identificar los problemas que se originan en la relación entre Estado, empresas y comunidades a fin de realizar cambios en las normas y prácticas que regulan a este sector, caminando hacia un marco de mayor armonía y respeto de derechos.
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